Mcal. Braun
En 1935, no quedaban ya jóvenes de nacionalidad boliviana en el sexto curso de Secundaria del colegio Alemán. Así que cierto día de ese que resultaría ser el último año de la Guerra del Chaco, los soldados —como hacían con otros establecimientos— rodearon el colegio para reclutar a los chicos desde los 16 años. En las clases, se solía hacer un alto para que los partes de guerra publicados en la prensa boliviana fueran leídos por Herrn Erich Fischer, y la angustia era evidente: podía aparecer un nombre familiar en la lista de bajas. “La mayoría no regresó a las aulas”, escribía al respecto la historiadora y docente de la materia en el colegio, Blanca Gómez de Aranda, en 1993.
Es cierto que la cultura alemana es parte importante de la educación en el colegio, dice el exalumno Fernando Cajías de la Vega, que pasó por esas aulas entre 1955 y 1967. Pero, la vocación de encuentro expresada desde su fundación, se la vive en cada materia. “Al mismo tiempo que se debatía Fausto, de Goethe, se analizaba, a veces hasta llegar a los puños fuera de clase, capítulos de Crimen y castigo, de Dostoievski” y de Raza de Bronce, de Alcides Arguedas, recuerda el también historiador.
El proyecto para crear el colegio data de 1918, como respuesta a la inquietud de la colonia en Bolivia. En 1922, se organiza la Corporación del Centro Escolar Alemán y ese mismo año, el 10 de mayo, el Gobierno boliviano presidido por Bautista Saavedra, con Hernando Siles como ministro de Instrucción, aprueba los estatutos. En enero de 1923 comienzan las clases con 64 estudiantes: 22 niños y niñas de origen germano, 12 bolivianos y 30 bolivianoalemanes.
Sopocachi es el barrio por donde transitaron las distintas generaciones de alumnos durante siete décadas: en la Av. Arce, en la calle Aspiazu y Guachalla, y, diseñado ya para la institución en particular, el inmueble que hoy ocupa el colegio San Patricio (c. Aspiazu y Ecuador)
Lejos ya de la Guerra del Chaco, otro conflicto bélico afectaría los días escolares. Explica Gómez de Aranda que, en 1926, el Gobierno de Alemania accedió a conceder un subsidio a la institución. Y que en 1938, la embajada de ese país organizó un viaje de 30 alumnos, además de periodistas y militares, como invitados del gobierno de Adolf Hitler. Ese hecho, sumado a la presión que EEUU ejerció sobre Bolivia para respaldar a los aliados en la II Guerra Mundial, derivó en la ruptura de relaciones en 1942. El colegio, acusado de constituir un “putch nazi”, estuvo a punto de perder su identidad. No lo hizo por las gestiones de los padres de familia.
Después de esa crisis, la entidad asumió el nombre de Mariscal Braun, en memoria del militar Otto Felipe Braun, quien actuó en Bolivia junto a Andrés de Santa Cruz y ocupó varios cargos públicos. Pero, para el común de la gente, el denominativo de “Alemán” persistió por encima de todo.
Que un colegio está inmerso en la realidad de la sociedad, que disfruta o padece sus vaivenes, lo demostrarían otros hechos durante el siglo XX.
Cajías, cuyos nueve hermanos fueron parte del establecimiento en distintas épocas —“cuando yo iba a salir bachiller, la menor de mis hermanos estaba ingresando a Primaria”— menciona la guerrilla o el hippismo, la revolución de las armas o la del amor, el Che o John Lennon como rebeldías que marcaron a los jóvenes. “No tanto a los de mi promoción, que fue todavía conservadora, pero sí y con fuerza a los que vinieron luego. Un ejemplo es mi hermano Francisco (videasta ya fallecido), un líder de esa rebeldía, que optó por Lennon, como lo hizo mi cuñado Juan Carlos Orihuela (músico y poeta)”.
Las ciencias exactas y la disciplina férrea son pilares del Alemán; pero “valoro la gran libertad de expresión y el profundo conocimiento de los hechos del país que nos permitieron maestros como Arturo Orías (que había salido con la promoción 1949). Mi vocación por la Historia, que nace por mis padres, se reforzó en el colegio”.
En 1965, el sueño de una infraestructura adecuada a las exigencias de una pedagogía, en la que los alumnos desarrollen sus capacidades intelectuales y corporales, derivó en la adquisición de más de 20.000 metros cuadrados en la zona de Achumani (sur de La Paz). Había que reunir el dinero para la edificación, algo que demoró varios años. En 1987, el Gobierno alemán aprobó una ayuda financiera y el ingeniero Julio Quiroga desarrolló el proyecto. El 6 de mayo de 1988 se colocó la piedra fundamental.
Lo siguiente fue “dar cuerpo a los deseos de los profesores de materias técnicas, laboratorios, kindergarten y otros”, con cuyos aportes basados en la experiencia trabajó la arquitecta Patricia Vargas, como hizo notar Dieter Schilling, el ya fallecido presidente del Centro Cultural Alemán, a cuyo frente estuvo cuarto de siglo.
Otra de las actividades destacadas del Alemán ha sido, históricamente, el atletismo, destaca Cajías, que dice que en tal sentido los alumnos eran rivales de La Salle. Para reforzar ese pilar, en el nuevo espacio se construyó un gimnasio de 50 metros de largo y 27 de ancho, con vigas lo suficientemente fuertes como para soportar los artefactos deportivos. Esa obra demandó “los cálculos estructurales más importantes”, apuntó Schilling.
En 1991, el colegio dejó el centro paceño y, ya en Achumani, comenzó a aplicar la Formación Profesional Dual, sistema que además del bachillerato boliviano y el alemán, permite a los estudiantes que opten por el capacitarse tanto teórica como prácticamente en las carreras de Administración y Organización Industrial y Comercio Exterior.
El idioma alemán, explica la subdirectora Heidi Urday, es la primera lengua extranjera obligatoria para obtener los bachilleratos. “Español, inglés y aymara son parte fundamental del currículo escolar”.
La filosofía con la que nació —colegio de encuentro— fue reconocida oficialmente en 1980. Si en un principio la mayoría de los alumnos era alemán, hoy, esa mayoría, de los casi 1.000 niños y jóvenes, es boliviana. Y si en 1923 eran siete los profesores, cinco de ellos germanos, hoy son más de 80, la gran parte nacionales, todos bajo la batuta de Dieter Stolze, director desde 2008.
El himno colegial, compuesto por Herrn Fischer por los años 40, invita en todo caso a entonar el estribillo: “Nuestro clamor: ¡Viva Bolivia! Levantaremos con orgullo como lema, como lúcido pendón”.
La Salle
Ataviado con frac y chistera se presentó el embajador de Bolivia, Heliodoro Villazón, en la Casa Generalicia de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, en la calle Oudinot de París, el 23 de octubre de 1884. Pidió ver al supervisor general del organismo eclesiástico, pero éste se encontraba ocupado. Así que el diplomático le escribió una carta en la que, en nombre del obispo de La Paz, monseñor Calixto Clavijo, le pedía que enviara a un grupo de lasallistas para dirigir una escuela para maestros (una Normal) en La Paz. El abad ya había logrado que llegaran a esta ciudad los jesuitas y religiosos de los Sagrados Corazones. Sin embargo, esa vez no tuvo una respuesta afirmativa (el secretario alegaba falta de personal). Aquélla fue la primera de una serie de misivas enviadas por distintas personas de La Paz, durante varios años. Por fin, el 15 de enero de 1923, con ocho días de retraso respecto al día habitual del inicio de las clases en esa época, 198 alumnos paceños (todos varones) comenzaron su educación en el colegio La Salle, que es como se conoce popularmente a las escuelas de los Hermanos, por el nombre del fundador, Juan Bautista de la Salle (1651-1719, Francia).
Antes, en 1919, los lasallistas habían arribado a La Paz, donde se encargaron de la enseñanza de algunos cursos de Primaria del centro educativo jesuita San Calixto. “Cuentan del colegio antiguo que de un grupo de 30 alumnos, 23 quisieron repetir para quedarse en primaria con los lasallistas”, relata el director de la mañana de La Salle, el hermano José Díez de Medina. Y se quedaron. “Ésa fue la primera promoción de La Salle”.
De aquel primer grupo de estudiantes, el actual director del colegio, que lleva 20 años en el cargo, indica que conoció a tres. Recuerda especialmente a Carlos Ibarra Ardiles, quien luego regresaría a la escuela como profesor. “Aprendía el nombre y apellido de cada uno el primer día de clases”, dice René Sejas, alumno de la promoción del 63.
Como tantos en aquella época, Ibarra participó en la Guerra del Chaco, contienda durante la cual cayó prisionero del ejército enemigo. “Como sabía escribir, lo hicieron secretario de un general”, relata Díez de Medina. Y el hijo de ese militar paraguayo también cayó cautivo. La familia de Ibarra lo visitaba como si de un hijo se tratase.
Durante un viaje a Argentina, el general paraguayo llevó consigo a su secretario boliviano. En cuanto pisaron el suelo de ese país, el militar le dijo: “¡Corra!”. Y, así, el lasallista volvió a La Paz.
Ya como profesor de La Salle, el hombre promovió la creación del turno nocturno para adultos, con carácter gratuito, que dirigió él mismo desde la apertura, en febrero de 1958. Estas clases se dieron hasta 1973, cuando se sustituyeron por el turno vespertino de carácter fiscal.
Para entonces, el edificio donde había comenzado a funcionar el colegio ya había sido remodelado en una ocasión: el viejo Hospital de Mujeres San Juan de Dios (en la calle Loayza, entre las vías Mercado y Bueno), donde se habían instalado las aulas, fue reformado entre 1938 y 1942. El resultado de aquellas obras sigue existiendo: es el inmueble donde está la Facultad de Arquitectura de la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA). La estructura es similar a la de otros colegios La Salle esparcidos por el mundo, según Sejas, conocedor y amante de la historia de su establecimiento.
Él fue uno de los integrantes del equipo de básquet de la escuela, que ganó el Campeonato Intercolegial de La Paz en 1963, el último año que fue estudiante del centro. Esa misma fecha, el grupo viajó a una competición en Cusco. Es “el único equipo boliviano que ganó una copa en el extranjero”, asegura Sejas. En esos triunfos tuvo mucho que ver Roberto Ayllón, más conocido como el Negro Ayllón, “una entidad dentro de la entidad”, recuerda Jorge Iturralde (Itu, para los amigos), de la promoción 1971 y jefe de trompetas de la banda. Además de entrenar a los chicos, y de formar varios equipos del Club Ingavi, daba clases de francés, inglés y música, recuerda Iturralde. “Era petiso”, afirma Sejas: Ayllón medía 1,65 metros, pero llegó muy alto en el baloncesto nacional. Incluso, fue técnico de la delegación boliviana que participó en los Juegos Olímpicos de Múnich, en 1972.
Otro de los profesores más evocados es el hermano Enrique, que impartió lecciones de Filosofía, Literatura y Religión a “seis o siete generaciones”, cuenta Sejas. Uno de sus alumnos fue Carlos Sánchez Berzaín, quien fuera ministro de Defensa durante el segundo mandato de Gonzalo Sánchez de Lozada, hace notar el exalumno.
Pertenecer al cuadro de honor era el máximo orgullo de cualquier lasallista. Allí estaban los estudiantes cuyas notas oscilaban entre el 6 y el 7 (en aquella época la puntuación estaba entre el 1 y 7). La entrega de libretas se hacía en el teatro. Sólo subían al escenario los diez que tenían mejores notas. “Así, la gente se enteraba de cómo le iba a cada uno de los alumnos”, dice Itu riéndose. Excelsior, el lema en latín de La Salle, invitaba a la superación constante.
Además, es el nombre de la publicación periódica del colegio, que ya va por el número 160.
A principios de los 80, los Hermanos de las Escuelas Cristianas vendieron la construcción de la Loayza al Estado boliviano y levantaron un nuevo colegio en La Florida, en la zona Sur. Sin embargo, hubo algunos problemas, pues el Gobierno se retrasó en el pago, dinero con el que los religiosos tenían que solventar un préstamo. En la noche del 3 de julio de 1983, escribe Saturnino Gallero en La Salle en Bolivia (1919-1994), libro editado por Bruño, la editorial lasallista: “vacío ya el edificio, pero antes de que existiera la escritura pública, fue asaltado por los futuros alumnos de Derecho, que tenían prisa por ocupar su nueva sede”.
Con el traslado a la zona Sur, La Salle dejó de ser exclusivamente para varones. Atrás quedaron los silbidos que los chicos dirigían desde las ventanas que dan a la Loayza y a la Potosí, a las chicas del colegio Santa Ana que pasaban, de camino o de regreso del establecimiento situado dos cuadras arriba.
También se quedaron allá los castigos del hermano Enrique, que los dejaba dos horas de pie en el patio soportando el frío, rememora Sejas. Lo que sigue intacto es el compañerismo y la preocupación por el colegio de los antiguos lasallistas, aunque muchos vivan en el extranjero. Los 90 años de aniversario sirven para rememorar y volver a abrazar a los amigos que compartieron 12 años de su vida, codo a codo, en las aulas.
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