20.7.20

Linda, la niña que buscó Wifi durante la pandemia

Pasaron cuatro meses y algunos días desde que ningún niño en el país volvió a escuchar un timbre, a recibir monedas para el recreo y tampoco regresó a lo que alguna vez consideró un segundo hogar. Esta es la historia de Linda, una niña que tocó el portón de casa un día domingo y con una valentía que jamás había visto, pidió un espacio en el garaje, la clave del Wifi y una silla donde reposar para pasar clases temprano el martes siguiente.

Las clases en el garaje

Si bien el debate de la educación empezó a ocupar el escenario central del país hace unas cuantas semanas. Desde hace mucho tiempo atrás existen maestros, padres de familia y niños que, desde sus posibilidades técnicas, pero sobre todo económicas, hicieron posible que las enseñanzas lleguen hasta los hogares por los menos, día por medio.

Esa fue la concertación entre padres y maestros de un colegio periurbano de Tarija, ubicado casi al final de la avenida Gamoneda, de donde salió Linda, una niña de 9 años, delgada, de pelo lacio y con pecas en la nariz, quien ya ha cambiado dos dientes, pero aún le faltan algunos, quien es dueña de una voz ronca, estruendosa, y que resultó siendo mi vecina.

Era una mañana de domingo, esa a la cual todos acostumbramos a dormir hasta las 10 o más de la mañana. Siento aún la brisa mañanera fría entre sueños, pero de repente mis oídos captan el sonido del portón, no es alguien que conozca me digo, pues sino el metal ya habría retumbado con mucha más intensidad.

Vuelve un segundo toque, tan tímido como el primero, y como pocas veces, soy quien finalmente se decide por salir y atender el llamado.

Para mi sorpresa era Linda, con un polerón rosado que le llega hasta las rodillas y un pantalón de dormir en verde turquesa, parecía recién haber despertado.

Esperaba que como siempre, me ofreciera paltas o arvejas, pero esta vez fue diferente, cuando vi que cruzó sus manitos a la altura del pecho y con toda la seguridad que se permitió dijo “¿Me dejas usar tu internet para pasar clases los martes y viernes?”

Pienso no haberla entendido, pero sin titubear le digo sí. Ella sonríe y me abraza fuerte, al punto de cortar la respiración y ahí me doy cuenta que nuestra relación de compra y venta de paltas y arvejas había crecido.

Como es lo acostumbrado en la mayoría de colegios de la ciudad de Tarija, en un solo curso, los compañeros de Linda son como 38, de los cuales solo 20 o 24 en el mejor de los casos logran ingresar a clases los martes y los viernes.

Si bien las clases aún no tienen un valor curricular, para Linda son tan importantes como para un mayor lo es su trabajo o el dinero, más aún en esta época. Así lo cuenta su madre, una mujer de 41 años, con una bebé de meses en brazos.

Con una chompa roja, una vincha de lana negra que sujeta un cabello castaño y trenzado, Doña Lerna con una sonrisa recuerda las clases de Linda, pues ella la acompaña a nuestra casa cuando llegan los días de aprendizaje.

Toda curiosa y atenta, Lerna se para tras la pared del garaje, y observa la pequeña pantalla de Linda, cualquier padre que la viese es capaz de reconocer la acción en un segundo, “la veo y es recordarme yo de niña nuevamente”, dice.

Maestros de religión, música y educación física del mismo establecimiento educativo vieron también la forma de estar cerca de sus estudiantes. Linda quien usa un cable viejo para saltar, me muestra un video de WhatsApp donde la profesora Esther vestida con el uniforme deportivo de la escuela indica algunos ejercicios físicos para la semana.

Cuando la falta de dinero trunca la educación

Cuando le pregunto a Lerna qué pasa con los niños que no logran entrar a clases, ella, entre pausas, habla de una tarjeta de 20 pesos para la semana y un celular, “muchos no tienen”, finalmente es su respuesta.

Bajo mi mirada y veo su celular, está conservado, pero nada extraordinario. Y es ahí donde entran los ahorros de Lerna, quien, sin pensarlo dos veces recorrió algunas calles del Campesino y entre anuncios dudosos compró un celular de Bs 470, el artefacto solo debía cumplir una condición, ser compatible con WhatsApp y Zoom para las clases virtuales de su pequeña.

“Me siento preocupada, no hay trabajo, estamos con lo que Dios quiera”, cuenta Lerna que, como muchas personas, piensa que la educación es la única salida a la pobreza.

Linda siempre muestra sus carpetas forradas de color rosa con entusiasmo. “El profe nos da tareas bonitas con jueguitos. En las clases dice ¿Alumnos me escuchan? Y nosotros decimos ¡si profesor! Y empieza a preguntar zas a uno, zas a otro”, relata.

Mientras tanto, en su mundo pequeño, no imagina que los maestros en las últimas semanas piden a gritos que el Decreto 4260 sea abrogado. “Es privatizar la educación” sostienen.

Sin embargo hay profesores como el de Linda, y padres también cómo los de ella, que buscan las maneras en que la educación virtual sea equitativa y posible en contextos periurbanos.

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