A las 15:30 suena la campana que da inicio al receso en la unidad educativa San Andrés. En ese momento los niños del kínder del paralelo A salen presurosos de sus aulas para llenar con agua botellas PET y dirigirse al vivero, donde las lechugas orgánicas que han sembrado esperan por el riego diario.
Dentro del vivero, ubicado en Cota Cota y en medio de una temperatura cálida, crecen protegidas alrededor de 200 lechugas que 40 niños y sus padres sembraron en octubre con el objetivo de llevar a la práctica uno de los principios de la ley educativa Avelino Siñani- Elizardo Pérez.
A pesar de que aún no existe el reglamento, aquella norma pretende impulsar la educación productiva territorial, que en el nivel inicial tiene la finalidad de formar estudiantes con mentalidad productiva y que valoren el trabajo creativo en el entorno familiar.
Inspirada en esta filosofía, la profesora Ana María Vargas elaboró un proyecto para incentivar la creatividad de los niños en el área de ciencias naturales con la implementación de un vivero, gracias a la colaboración del establecimiento y los padres de familia.
Después de una etapa inicial en la que cada niño sembró lechugas en macetas hechas de botellas PET, procedieron a diseminar las semillas en la tierra.
“El abono usado proviene de vacas y conejos; por eso nuestras hortalizas son orgánicas y serán vendidas a los mismos padres de familia para comprar más semillas y continuar con el cultivo. En un futuro queremos ofrecerlas al mercado local”, explica Vargas.
Un lazo con la naturaleza
“Mi papá tiene árboles grandes que dan frutas”, dice Joann Cachi, un niño de seis años que cuando sea grande quiere ser jardinero. El pequeño habla de su futuro mientras pisa cal antes de ingresar al vivero, esto con la finalidad de no contaminar el cultivo.
Y es que, según Vargas, no sólo se trata de implementar la ley, sino de aprovechar los conocimientos que tienen algunos padres de familia de la unidad educativa San Andrés. Ellos poseen una herencia cultural de sus antepasados que crecieron en el área rural y les transmitieron conocimientos sobre cultivo de tierras.
El trabajo de padres, alumnos y la escuela se inició en abril con el restablecimiento del vivero que fue utilizado hace algunos años. Cada sábado todos asisten para acondicionar el espacio, la tierra y comprar los insumos necesarios.
“He aprendido que lo importante es cuidar las lechugas y las plantas con cariño porque ellas sienten”. “Además crecen como nosotros”, dicen emocionadas Loreta León y Martina Poma mientras muestran sus plantines.
Con aportes voluntarios de cada familia lograron conseguir los materiales necesarios. Por ejemplo, las vigas para levantar el vivero fueron adquiridas a bajo precio de una construcción vecina, gracias a que los niños convencieron al ingeniero y al maestro de obras para que vendieran el material sobrante de la edificación “sólo con su voluntad y una botella de refresco de dos litros”.
Gabriel Parelle quiere ser luchador profesional cuando crezca, pero hoy se concentra en regar una de sus lechugas y cuenta los pasos que se siguen para cultivarlas.
“No es suficiente sembrar. Hay que echar abono de los desechos de las vacas, los conejos y regarlas todos los días”, explica.
Otro de los objetivos, según explica la directora del establecimiento, María Elena Martínez, es que los niños vivan de cerca y se involucren en el cultivo de los vegetales para que tengan un concepto diferente al momento de consumirlos en sus hogares.
Los niños Fabiana Huanca y Daner Yujra riegan sus plantas y explican que no hay que maltratarlas. “Si queremos comerlas tienen que estar lindas y frescas”, dicen.
Para el padre de familia Roberto Castillo, el cambio en los pequeños, desde que colaboran en el vivero, se da cuando adquieren la responsabilidad de hacerse cargo de una planta y cuidarla. “Ahora saben que lo que llega a nuestra mesa puede ser cultivado por ellos, cómo es el ciclo de producción desde la semilla y también saben más sobre los alimentos que comen”, afirma.
Cuando los niños terminan de regar sus plantas, salen al patio a disfrutar del receso y a jugar con los otros niños. “Queremos sembrar frutillas, plátanos, sandías, tomate y zanahoria y tener más viveros”, dice uno de los pequeños agricultores.
La labor se repite todos los días hasta que llegue el momento de la cosecha y la venta de las lechugas.
Ése será el punto culminante de un proyecto que nació de la motivación de una maestra que no esperó a que una norma dictaminara lo que debe hacer, sino que prefirió anticiparse a ella.
Con ello logró formar a uno de los pocos grupos, quizás el único, de agricultores más jóvenes de la educación pública en La Paz.
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