Sobre cada una de ellas se dibuja la carita, las manos, las piernas de un niño o de una niña. Caras redondas y morenas con grandes ojos negros que me miran curiosos, tal vez con temor. A veces cuelga de una mano un pan y una bolsita de zumo; una mochila detrás del guardapolvo.
“Voy por mis enanos y estoy contigo”, me dice Ivette Claudia Carpio Huanca, la profesora de Primaria. Ahora ya no botan pelotas blancas, sino filas de estudiantes —algunos minúsculos— que van entrando a las aulas. Cuchichean entre ellos, algunos me lanzan miradas furtivas. Cuando las devuelvo, miran rápido al suelo, como si se les hubiera caído algo.
Esta escuelita está a mitad de la calle principal del pueblo. Barro, piedras, algún coche que pasa, puestos donde venden unos chorizos típicos, casas coloniales que una vez fueron muy bonitas. Una pared gris, un portón de metal y encima un cartel de hierro: “Unidad Educativa Tarata Mixto”. Dentro, mientras caminamos hacia su aula, Ivette me explica que es maestra de primero a sexto grado y se define como una “profesora polivaliente” porque enseña de todo y con todo se atreve: lenguaje, matemáticas, ciencias de la vida, actividad física. Lo que haga falta.
Entonces entramos al reino de Liliput. Un aula de paredes de cemento con dibujos colgados, techos altos, pizarra, mesas y sillas enanas. Ivette me invita a sentarme en una de ellas y las rodillas me llegan a la nariz. Ya habíamos coincidido, unos meses atrás, en un seminario en Cochabamba, donde ella había acudido para recibir el primer premio en la categoría de educación formal del concurso Forjadores de la Educación. Entonces intentamos hablar, que me contara un poco de qué se trataba su proyecto, pero resultó imposible. Así que he vuelto para tomarme la revancha y encontrarla —mucho me-jor— en su propio reino, un escenario más apropiado para hablar de cuentos.
Una veintena de hijos
Ivette es la idea que uno tiene de la maestra vocacional: se ilumina como una bombilla al hablar de sus estudiantes. Dice que en la escuela encontramos material puro, tanta inocencia que uno puede modelarla como plastilina y el placer es inmenso de asistir a cómo esas figuras toman forma. Quiere abrir las puertas a sus alumnos, ayudarlos a mirar más allá. Aun más allá de la realidad.
“Yo les digo siempre: Ustedes tienen que ser los mejores, ustedes tienen que llegar al mar. Y a veces me responden: Ay, señorita, ahogados vamos a llegar”.
Porque la realidad, me explica Ivette, es muy cruda. Hay niños a los que les cuesta mucho aprender. En parte, me aclara, se debe a la falta de apoyo de los padres, algunos de los cuales no saben leer y no pueden ayudar a sus hijos. Hay también niños con problemas de alimentación y otros que arrastran problemas desde el parto ya que no han nacido en un hospital sino en sus casas. “Es una realidad que no podemos tapar con un dedo, existe”, dice Ivette, que también destaca el problema que tienen algunos padres con la bebida, que a veces desemboca en violencia familiar.
Por eso dice que tiene 25 hijos cada día. Veinticinco hijos a los que hay que ayudar para que no se ahoguen y en los que tiene puestas todas sus esperanzas.
“Quiero que vean que su trabajo, que todo trabajo, tiene que ser recompensado y no sólo materialmente, que hay personas que se quieren sentir útiles, valoradas, cuando una ayuda a un compañero… Lo importante es saber cómo decirles las cosas… Eso es lo más difícil y lo que más me motiva”.
Fue buscando nuevos caminos para comunicarse con sus estudiantes que Ivette dio con los cuentos. El proyecto con el que ganó el primer premio en el concurso nacional Forjadores de la Educación se titula “Cuentos tradicionales con finales nuevos”.
“Teníamos que dar a conocer una experiencia que se haya vivido en el curso. La temática del concurso era Equidad de Género. Entonces surgió la idea de los cuentos. ¿Cómo se llega a un niño?. Los cuentos nunca pasan de moda, son parte del niño, son parte de los mayores, de todos. El cuento siempre está ahí y nos va motivando a cambiar la realidad”.
Princesas y cocina
Empezaron a trabajar usando La bella durmiente y Cenicienta. Al principio sólo se trataba de que los niños entendieran cuáles son las partes de un cuento, cómo se desenvuelve. Pero después Ivette comenzó a lanzar preguntas: “¿Por qué creen que la Cenicienta llega tarde?”. Y las respuestas fantasiosas volaban por el aula: “seguro que llega tarde porque la bruja la ha tirado al río, la ha hecho caer, la ha maldecido, llega tarde porque estaba friendo un huevo…”, decían.
“Y veías cómo está arraigado todavía lo que es la mujer en la cocina. Es difícil, porque tú hablas un idioma pero luego siempre está lo de las niñas a la cocina, los niños al trabajo. Pero después un niño decía que él también sabía cocinar, que sabía hacer un arroz con papas. Y otro decía y yo cocino con patitas de pollo. Entonces vamos entendiendo que cada uno ayuda en lo que puede”.
Ivette está convencida de que los cuentos tradicionales son un patrimonio que nos pertenece a todos y que, como tal, podemos cambiarlos. Que no hay razón para que la protagonista —en un ejemplo del colmo de pasividad femenina— espere dormida a que llegue el príncipe y la bese y se casen y sean felices.
Cambiar este tipo de finales es un derecho del lector. Y del educador. Entonces me cuenta Ivette que, después de largos debates con sus estudiantes, la respuesta a la que la bella durmiente llegó en su clase fue: “Muchas gracias, señor príncipe, es usted muy apuesto, pero me he pasado demasiado tiempo durmiendo y ahora que estoy despierta prefiero seguir estudiando”.
No fue fácil entregar a tiempo la sistematización del proyecto, ya que la última noche antes de que se cumpliera el plazo para enviarlo a La Paz, cuando aún le quedaba por perfilar los últimos detalles, se fue la luz en Tarata. Marco Antonio Vargas Mamani, el responsable del Centro de Recursos Pedagógicos K’anchaywasi II, que el Centro de Estudio y Trabajo de la Mujer (CETM) administra en Tarata, tuvo que irse a la oficina de Cochabamba para añadirle una portada al proyecto y enviarlo.
Pero el esfuerzo valió la pena. Fue una alegría, tanto para Ivette como para la escuela. Cuando el director se enteró, le dijo que estaba muy orgulloso de que una maestra de Tarata hubiera ganado el primer premio en un concurso nacional.
“Fue mi primera vez, mi primer premio. Te sientes valorada por tu trabajo. Incentivada a hacer mucho más y que no se tiene que quedar sólo en las paredes del colegio. Todo se puede”.
Cuando regresó de recoger el premio en Cochabamba decidió que era algo que habían ganado entre todos y cocinó para todos sus estudiantes.
“Les dije a los niños: ¡Hemos ganado! Y todos felices: ¡Hemos ganado, hemos ganado! y todos festejando y repitiendo ¡Hemos ganado! y sólo después preguntaron: Profesora, ¿qué hemos ganado? Y yo les recordé todo el trabajo de los cuentos”.
A pesar de que la maestra los vuelve a mandar a clase una y otra vez, durante todo el tiempo que ha durado nuestra conversación en torno a estas mesas minúsculas, los legítimos habitantes de este reino de cuento han vuelto siempre a asomar con timidez sus ojos redondos por el marco de la puerta. La curiosidad ha sido más fuerte y, cuando han tomado confianza, me han bombardeado a preguntas y hasta me han pedido que les hablara en inglés.
“You must arrive to the sea”, dije y traduje, ante su insistencia. Ivette rió y nos despedimos. Salí esperanzado hacia la calle principal de Tarata.
Puede que sí. Tal vez la maestra tenga razón, pensaba mientras esquivaba los charcos de barro. Tal vez no importe que la realidad sea cruda o que Bolivia no tenga acceso al mar. Quizás sea cierto y, con maestras entusiastas y comprometidas como ella, a los cuentos de siempre —al fatal, ineluctable, cansino, machacón, sempiterno cuento de siempre—, se le pueda empezar a cambiar el final.
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